A la muerte hace ya unos años de mi padre, un buen padre, sentí escribirle estas líneas:
Padre, no sé
Yo no se nada
No se dónde estará esa vida
Que alumbraba tus ojos
Ojos de niño
No se dónde estará esa vida
Que animaba tu sonrisa
Sonrisa de niño
No se dónde estará esa vida
Que impulsaba tu corazón
Corazón generoso.
Seguro que andará vagando, errante
Buscando un acomodo como el tuyo
El padre, la figura del padre; ¡ahí es nada! ¿Quién, salvo raras y tal vez dolorosas excepciones, no ha vivido y disfrutado de cerca la experiencia de ir de la mano de su padre?
Ya podía ser éste como fuera: alto, bajo, guapo, feo, rico, pobre, qué importaba; para nosotros era Superman. No juzgábamos nada, solo sentíamos; había una conexión especial, una unión de corazón a corazón. Con qué seguridad y alegría íbamos de su mano. No teníamos miedo a nada ni a nadie. ¡Que huecos pasábamos por delante de nuestros amigos!: ¡ eh, chaval, mira con quien voy!
Y si alguna vez nos soltábamos de él y pasábamos algún apuro, siempre sabíamos de la posibilidad de volver. ¡Qué comunicación, sin palabras, se establecía a través de ese simple contacto!
Nos fuimos haciendo mayores y ya nuestra mente empezó a juzgar las situaciones. Como mayores que éramos, no estaría bien visto por nuestros amig@s ir de la mano de nuestro padre y avergonzados la fuimos soltando. Ya no la necesitábamos para ir seguros por la vida, porque íbamos creando nuestra propia seguridad.
Pero, en realidad, ¿era o es seguridad, o más bien actitudes de defensa ante las distintas situaciones que se nos iban o van planteando?.
Vamos formando nuestra personalidad y la vestimos de mil maneras diferentes para, detrás de esos disfraces, tener la sensación de sentirnos seguros. Enterramos aquella naturalidad del niño, que era nuestra verdadera fuerza. Hemos sustituido el calor que nos daba el contacto de aquella mano, por el frío contacto de todas esas máscaras…
Entonces…..si es así….., ¡qué mal hemos sido creados!. Mira que dejarnos huérfanos tan temprano….
Pero no, no es así, porque dentro de nosotros, en nuestro interior, hay una semilla que entre sus múltiples frutos, puede hacer crecer un padre para nosotros. Un padre aún más fiel y exclusivo, porque allá donde vayamos, él estará con nosotros: en todo momento. Un padre que nos acompañará en todas las situaciones por las que pasemos y que con la seguridad que nos transmita, permitirá que nos vayamos desprendiendo de todas esos disfraces y mostrarnos tal cual somos; con naturalidad, como cuando éramos niños .
Un padre con el que podremos hablar; que nos aconsejará; que cuando nos vea caídos, acudirá solícito para decirnos: arriba, arriba, arriba; no importa la caída; lo que importa es levantarse. Que nos animará: ¡nunca debes tener miedo a nada ni a nadie en este mundo!; no estás aquí para pasar miedo, sino para todo lo contrario; para disfrutar. Un padre que nunca nos reprochará nada, solamente sufrirá si no nos ve felices. Que nos indicará el camino a seguir, porque él sabe mucho de estos caminos de la vida. En fin, el padre más extraordinario que podamos imaginar.
Ahí lo tenemos, en nuestro interior, esperándonos.