Niños olvidados
¿Quién de nosotros no se ha sentido alguna vez, atrapado, hipnotizado, contemplando las evoluciones de un niño? Hay algo en él que nos produce una atracción irresistible: sus risas, la libertad con que se mueve, su espontaneidad, la pureza de su mirada; algo hay en él que nos cautiva, algo que sólo él tiene: una vibración especial emana de toda su naturaleza.
El niño va haciéndose mayor; lo vamos educando, va adquiriendo conocimientos, necesarios qué duda cabe, para desenvolverse en esta sociedad que nos hemos dado: aprender, aprender, aprender; formarnos, formarnos, formarnos. Tenemos prisa incluso por dejar atrás al niño que fuimos. Nos educan para ser mayores. Es como si la naturaleza nos hubiera hecho incompletos y nosotros, erigiéndonos en creadores de nosotros mismos, quisiéramos finalizar la obra inacabada, a la vez que vamos olvidando lo creado. Y así en un proceso que no tiene fin.
Pero, ¿y qué hay de aquella atracción que suscitábamos cuando éramos niños?. ¿dónde ha quedado aquella vibración?. ¿Por qué no se manifiesta? ¿No habrá sido sepultada por tantas capas de conocimientos como hemos adquirido?. Porque, ¿quién se ha cuidado de cultivarla, de mantenerla viva?
Menos mal que la Naturaleza, sabia, conociéndonos, la puso en un lugar tal en el que no pudiéramos perderla; en el que nadie pudiera arrebatárnosla. La puso en lo más recóndito de nosotros; en nuestro corazón. Y ahí está, a pesar de nuestro olvido, esperando ser rescatada; ¿cómo?. Tal vez no destruyendo, pero si haciendo lo suficientemente permeables, esas capas de conocimientos que hemos ido adquiriendo y que de alguna forma han contribuido a desconocernos a nosotros mismos, para que permitan manifestarse esas llamadas de socorro que en tantas ocasiones salen de nuestro corazón; destruyendo en parte ese yo, ese ego de persona mayor, “formada”, que las enmudece.
Merecería la pena estar atentos.