En tu interior

Prem Rawat-Maharaji me ayudó a encontrar en mi interior, lo que siempre estaba buscando en el exterior

El hombre que nació dos veces. Capítulo 1

Archivado en: Personales — Julio a las 10:18 am el Jueves, Febrero 16, 2006

Quiero mostrar mi agradecimiento a la Vida por haberme permitido participar en este juego maravilloso de nacer y renacer.

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Yo no se la influencia que puedan tener los genes de nuestros progenitores, en nuestra conformación física y del carácter; puede que tengan una influencia absoluta. En lo que ya tengo más dudas es que esa conformación, sobre todo en lo que al carácter se refiere, sea inmodificable, pues en este caso, poco tendríamos que hacer: seremos lo que nuestros genes tengan determinado que seamos y punto. O por el contrario, puede haber una fuerza, un potencial en nosotros, que una vez descubierto, sea capaz de modificar aquello que parecía inmodificable y dar un sentido totalmente distinto a nuestra vida, en la que, ahora si, nos sentiríamos más actores y menos convidados de piedra

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“Conesica, que a las chicas no les gustan los chicos tan serios”, me soltó aquel hombre.

Yo tendría entonces 12 ó 13 años y a esa edad, solo estaba por jugar. Aquel hombre era conocido por el Maestro. El permanecía muchas veces, sentado sobre unas piedras, contemplándonos mientras jugábamos al fútbol. Mucho más tarde comprendí lo perspicaz de su comentario y también el calvario por el que había pasado, desterrado de su lugar de arraigo, teniendo que renunciar a su profesión. Era maestro en la zona republicana, bando perdedor, proscrito por tanto, y para ganarse la vida, tuvo que emigrar a la zona minera que era donde yo vivía. Seguro que no había pasado nunca por su cabeza dar aquel futuro a sus hijos.

Sí, por lo visto era serio, pero en aquel entonces, niño todavía, este carácter no me causaba demasiados problemas.

Sobre esa edad, mis padres (benditos padres) y con el fin de darnos unos estudios a mí y a mis otros tres herman@s, decidieron dejar el pueblo y marchar a la ciudad. Estudié el bachillerato en un colegio de frailes, que no dejó especial huella en mí y completé mis estudios con un título de grado medio.

Durante todo ese tiempo del Colegio y de la Universidad, aquella seriedad apuntada por el Maestro, fue conformando un carácter en exceso reservado, a la vez que alimentaba la fabricación de una serie de complejos y limitaciones, que se traducían, a su vez, en una falta de relaciones de amistad con personas de uno y otro sexo.

Como podía, iba capeando las distintas situaciones de relaciones sociales que se van planteando en la vida de cualquiera de nosotros, pero hasta entonces y al no verme obligado a convivir en un ambiente determinado, la situación no era excesivamente insufrible para mí.

Entré en la vida laboral, y ahí sí; ahí ya hubo una confrontación permanente de mi carácter con el de los distintos compañeros y compañeras. Aquéllos complejos tan largamente elaborados, tenían ahora un escenario ineludible y unos espectadores esperando su representación. Yo, acostumbrado, como mucho, a representaciones en solitario, no podía con éstas en público; me ahogaba. Y eso que tenía una moral enorme y todos los días los empezaba con la sensación de que aquel iba a ser distinto, pero no. Todos los días, y a medida que estos avanzaban, me iba creando un ambiente más hostil, un ambiente insoportable.

Fuera de la oficina, la cosa era algo distinta; solo, me sentía más libre, me desenvolvía mejor pero sin pasarme, no os vayáis a imaginar.

Hoy, no sé cómo fui capaz de soportar aquella situación durante tan largo tiempo, pues duró hasta alcanzar la edad de 32 años; demasiados días en esos largos años. Tiempo muy apropiado, por otra parte, para soñar, entre otros, proyectos en pareja que por mi carácter, me estaban siendo negados

Os podéis imaginar algunas de las crisis por las que se puede pasar estando en esa situación. Las intentaba combatir de distintas formas, incluso acercándome a la Iglesia, aunque no era muy creyente. Por momentos me rebelaba: “¡Señor, qué felices parecen!”, y maldecía a aquel Dios en quien me habían enseñado a creer.

Y un buen día, en una tertulia de amigos aficionados a la numismática que teníamos después de comer, uno de ellos me soltó el siguiente comentario:

“Julio, ¿que darías tú por ver en persona a un discípulo de Jesucristo?”

continuará

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